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loco o poseído por un demonio. Lo descubriremos. No golpeo a Citlallatonac, pero es
posible que le echara una maldición. El nombre de ese hombre es Chimal.
Al oír esta noticia la gente se agitó y susurró como un enjambre de abejas, y retrocedió.
Estaban todavía muy juntos, aún más apretados ahora al apartarse de Quiauh como' si su
contacto pudiese ser venenoso. La madre de Chimal permanecía en el centro del espacio
abierto con la cabeza baja y las manos juntas adelante, una figura pequeña y solitaria.
Así pasó el día. El Sol se elevó más y la gente seguía allí, esperando. Quiauh siguió allí
también, pero se hizo a un lado de la multitud donde pudiera estar sola: nadie le hablaba
ni siquiera la miraba. Algunas personas estaban sentadas en el suelo o hablaban en voz
baja, otras se fueron a los campos para sosegarse, pero siempre volvían. Las aldeas
estaban abandonadas y, uno tras otro, los fuegos de los hogares se apagaron. Cuando el
viento venía de aquel lado podía oírse ladrar a los perros a los que no se había dado de
comer, ni de beber, pero nadie les hacía caso.
Al atardecer se dijo que el primer sacerdote había recobrado el conocimiento, pero
estaba, todavía perturbado. No poda mover ni la mano ni la pierna derechas y le costaba
hablar.
La tensión de la multitud creció perceptiblemente cuando el Sol se enrojeció y se
hundió tras las montañas. Una vez perdido de vista, la gente de Zaachila se apresuró, de
mala gana, a regresar a su aldea. Tenían que haber atravesado el río cuando se hiciera
de noche... pues aquella era la hora en que andaba Coatlícue. No sabrían lo que sucedía
en el templo, pero, por lo menos, dormirían aquella noche sobre sus petates. Los
aldeanos de Quilapa tenían por delante una larga noche; trajeron montones de paja y
cañas de maíz e hicieron antorchas. Aunque a los niños pequeños se les dio de mamar,
nadie más comió y, con aquel terror, tampoco nadie tenía apetito.
Las antorchas crepitantes mantenían alejada la tiniebla nocturna; algunos apoyaban la
cabeza sobre sus rodillas y dormitaban, pero muy pocos. La mayoría permanecían
sentados, contemplaban el templo y esperaban. Las voces de los sacerdotes en oración
llegaban débilmente hasta ellos y el ritmo constante de los tambores estremecía el aire
como el palpitar del corazón del templo.
Citlallatonac no mejoró aquella noche, pero tampoco empeoró. Viviría y diría las
plegarias matutinas, y luego, durante el día siguiente, los sacerdotes se reunirían en
solemne asamblea y sería elegido un nuevo primer sacerdote y se celebrarían los actos
rituales que lo establecerían en el cargo. Todo iría bien. Todo tenia que ir bien.
Hubo agitación entre los espectadores cuando salió la estrella de la mañana. Esta era
el, planeta que anunciaba la aurora y la señal para que los sacerdotes rogaran una vez
más a Huitzilopochtli, el Mago del Colibrí, que viniera en su ayuda. Era el único que podía
luchar eficazmente contra los poderes de las tinieblas, y siempre, desde que dio
nacimiento al pueblo azteca, había velado por ellos. Cada noche lo llamaban con
oraciones y él avanzaba con sus rayos y combatía la noche y las estrellas y las vencía, y
así se retiraban y el Sol podía levantarse de nuevo.
Huitzilopochtli siempre había venido en ayuda de su pueblo, aunque había sido
inducido a ello con sacrificios y las plegarias apropiadas. ¿No había salido el Sol todos los
días para demostrarlo? Las plegarias apropiadas, esto era lo importante; las plegarias
apropiadas.
Solamente el primer sacerdote podía pronunciar aquellas plegarias.
El pensamiento no se había expresado en palabras todavía, pero había estado allí toda
la noche. El miedo estaba todavía allí como una presencia pesada cuando los sacerdotes,
con antorchas humeantes, salieron del templo para iluminar el camino del primer
sacerdote. Este salió lentamente, sostenido por dos de los sacerdotes más jóvenes.
Andaba vacilante con su pierna izquierda, pero la derecha sólo se arrastraba inerte tras él.
Lo llevaron al altar y lo sostuvieron de pie mientras se realizaban los sacrificios. Tres
pavos y un perro fueron sacrificados esta vez, porque se necesitaba mucha ayuda. Uno
tras otro fueron arrancados los corazones y colocados con cuidado en la mano izquierda
crispada de Citlallatonac; sus dedos se apretaron hasta que la sangre corrió entre ellos y
cayó sobre la piedra, pero su cabeza colgaba formando un ángulo extraño y su boca
colgaba abierta.
Era la hora de la plegaria. Los tambores y la salmodia callaron y el silencio fue
absoluto. Citlallatonac abrió la boca y los tendones de su cuello sobresalieron tirantes
mientras se esforzaba por hablar. En vez de palabras emitió solamente un áspero croar y
un hilo de saliva que se alargaba y alargaba colgó de su labio caído.
Entonces se esforzó todavía más, retorciéndose entre las manos que lo sostenían,
tratando de sacar las palabras de su garganta inútil, hasta que su cara se enrojeció por el
esfuerzo. También se esforzó mucho porque, de pronto saltó de dolor como si fuese un
muñeco de miembros flojos lanzado al aire, después se derrumbó inerte.
Después de esto no se movió más. Itzcoatl corrió hacia él y puso la oreja sobre el
pecho del anciano.
-El primer sacerdote ha muerto -dijo. y todo el mundo oyó esas terribles palabras. Un
lamento de angustia se alzó del gentío reunido y al otro lado del río, en Zaachila, lo
oyeron y supieron lo que significaba. Las mujeres apretaban a sus hijas contra ellas y
sollozaban, y los hombres estaban igualmente espantados.
En el templo observaban, esperando cuando no había esperanza, mirando la estrella
de la mañana que se elevaba más en el cielo a cada minuto. Pronto estuvo más alta de lo
que la habían visto nunca, porque los demás días se había perdido en la luz del sol que
alboreaba.
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