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a un policía para arrestar con él al otro, etcétera». No
ha hecho más que copiar la jugada. Con un enemigo a
cada lado, se echó de pronto fuera del camino, e hizo
así que sus enemigos chocaran y se mataran entre sí.
Flambeau arrancó de manos del sacerdote la tar-
jeta del príncipe Saradine y la hizo pedazos.
 Acabemos con ese veneno  dijo, mientras los
pedazos desaparecían arrastrados por las olas del
río . Aunque todavía me temo que envenene a los
peces.
El último trozo de la tarjeta desapareció al fin en
la sombra. Un primer tinte matinal, pálido y vibrante,
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transformó el cielo. La luna, tras los arbustos de la
orilla, empezó a desvanecerse. La barca derivaba en
silencio.
 Padre  dijo Flambeau de pronto . ¿No cree
usted que todo fue un sueño?
El sacerdote sacudió la cabeza, no se sabe si para
negar o dudar, pero no dijo nada. Entre las sombras,
un olor a espino y a pomar llegó hasta ellos, hacién-
doles comprender que el viento se había despertado.
Poco después, el viento balanceó la barca, hinchó la
vela, y los fue llevando sobre el río hacia sitios más
venturosos donde moraban unos hombres inofensi-
vos...
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IX. EL MARTILLO DE DIOS
IX. EL MARTILLO DE DIOS
IX. EL MARTILLO DE DIOS
IX. EL MARTILLO DE DIOS
IX. EL MARTILLO DE DIOS
El pueblecito de Bohum Beacon estaba tendido sobre
una colina tan pendiente, que la alta aguja de su igle-
sia parecía la cima de una montaña diminuta. Al pie
de la iglesia había una fragua, casi siempre enrojeci-
da por el fuego, y siempre llena de martillos y frag-
mentos de hierro. Frente a ésta, en la cruz de dos
calles empedradas, se veía «El Jabalí Azul», la única
posada del pueblo. En esa bocacalle, pues, al romper
el alba  un alba plateada y plomiza , dos hermanos
acababan de encontrarse y estaban charlando. Uno
de ellos comenzaba la jornada, el otro, la acababa. El
reverendo y honorable Wilfrid Bohun era hombre muy
piadoso, y se dirigía, con la aurora, a algún austero
ejercicio de oración o contemplación. El honorable co-
ronel Norman Bohun, su hermano mayor, no era pia-
doso en manera alguna, y, vestido de frac, se hallaba
sentado en el banco que está junto a la puerta de «El
Jabalí Azul», apurando lo que un observador filosófi-
co podría indiferentemente considerar como su últi-
ma copa del jueves o su primera copa del viernes. El
coronel era hombre sin escrúpulos.
Los Bohun eran una de las contadas familias aris-
tocráticas que realmente datan de la Edad Media, y su
pendón había flotado en Palestina. Pero es un gran
error suponer que estas familias mantienen la tradi-
ción; salvo los pobres, muy pocos conservan las tradi-
ciones. Los aristócratas no viven de tradiciones, sino
de modas. Los Bohun habían sido pícaros bajo la rei-
na Ana y petimetres bajo la reina Victoria. Pero, al
igual de muchas antiguas casas, durante estos últi-
mos tiempos habían degenerado en simples borra-
chos y gomosos perversos, y, al fin, se produjeron en
la familia ciertos vagos síntomas de locura. Realmen-
te había algo de inhumano en la feroz sed de placeres
del coronel, y aquella su resolución crónica de no vol-
ver a casa hasta la madrugada tenía mucho de la ho-
rrible lucidez del insomnio. Era un animal esbelto y
hermoso y, aunque entrado en años, su cabello era de
un rubio admirable. Era blando y leonado, pero sus
ojos azules, a fuerza de hundidos, resultaban negros.
Además, los tenía muy juntos. Tenía unos bigotazos
amarillos, y, junto a las guías, desde las fosas nasales
hasta las quijadas, unos pliegues o surcos; de suerte
que su cara parecía cortada por una risa burlona. So-
bre el frac llevaba un gabán amarillo pálido, tan ligero,
que casi parecía una bata, y echado hacia la nuca, un
sombrero de alas anchas color verde claro, sin duda
una curiosidad oriental comprada por ahí casualmen-
te. Estaba muy orgulloso de su elegancia incongruen-
te, porque se jactaba de hacerla parecer congruente.
Su hermano el cura tenía también los cabellos ru-
bios y el tipo elegante, pero iba vestido de negro, abro-
chados todos los botones, completamente afeitado; [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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