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llamativos adornos que lucían en sus caderas. Avanzaban lentamente, emitiendo unos sonidos
profundos y guturales de victoria y exaltación. A sus espaldas llevaban misteriosos objetos de
considerable peso, colgados mediante lianas y ocultos por envoltorios de hojas verdes.
Librodot El crucero del Snack Jack London
No eran más que cerdos, inocentemente gordos y bien asados, pero los hombres los traían de la
misma forma en que antiguamente transportaban a los «cerdos largos». Y «cerdo largo» es un
eufemismo polinesio para referirse a la carne humana. Y estos descendientes de caníbales, con un
hijo del rey al frente, llevaban los cerdos a la mesa del mismo modo en que sus antepasados ha-
bían servido la carne de sus enemigos. Cada dos por tres se detenía la procesión para permitir que
los porteadores pudiesen proclamar sus feroces gritos de victoria, de desprecio hacia sus
enemigos, y de apetito.
Dos generaciones antes, Herman Melville había sido testigo de cómo los cadáveres de guerreros
happar eran envueltos en hojas de palma para servirlos en un banquete en el Ti. También cita que
en otra ocasión, en el Ti, «observé una curiosa nave de madera tallada», y al mirar en su interior,
sus ojos «casi se salen de las órbitas al contemplar los revueltos restos de un esqueleto humano del
que todavía colgaban trozos de carne por todas partes».
Muchas personas ultracivilizadas han defendido siempre que el canibalismo no es más que un
cuento; quizá les moleste pensar que sus antepasados más lejanos probablemente también eran
adictos a estas prácticas. El capitán Cook también era muy escéptico al respecto, hasta que un día,
en un puerto de Nueva Zelanda, decidió hacer una comprobación. Un nativo había subido a bordo
con la intención de vender una espléndida cabeza secada al sol.
Cook ordenó cortar tiras de carne de aquella cabeza y dárselas al nativo, que las devoró con
agrado. Lo menos que podemos decir del capitán Cook es que desde entonces su escepticismo fue
cosa del pasado. De todos modos, lo único que hizo fue obtener una demostración que la ciencia
no necesitaba en absoluto.
Poco podía imaginar que a algunos miles de millas de distancia había unas islas en las que años
más tarde se juzgaría un extraño caso, el de un anciano jefe de Maui que era acusado de difama
ción por insistir en que su cuerpo era la tumba viviente del dedo gordo del pie del capitán Cook.
Se dice que los demandantes no pudieron demostrar que el anciano jefe no fuese la tumba del dedo
gordo del pie del navegante, y el caso fue archivado.
Supongo que en estos días de degeneración no tendré la posibilidad de ver a nadie comiendo
«cerdo largo», pero al menos me he convertido en el propietario de una calabaza de las Marquesas,
alargada y extrañamente labrada, de más de un siglo de antigüedad, y que según me han asegurado
se empleó para beber la sangre de dos marinos. Uno de esos capitanes era un estafador. Dio una
mano de pintura blanca a un decrépito bote ballenero y se lo vendió a un jefe de las Marquesas.
Poco después de irse el capitán, el bote se deshizo a pedazos. Pero quiso el destino que, al cabo de
algún tiempo, fuese precisamente ante aquella isla donde se hundiese su barco. El jefe de los
nativos no sabía nada acerca de rebajas y descuentos; pero tenía un primitivo sentido de la
honradez y un igualmente primitivo sentido de la economía de la naturaleza, y arregló las cuentas
comiéndose al hombre que le había estafado.
Iniciamos nuestro camino hacia Typee en el fresco atardecer, montados sobre unos pequeños
pero feroces caballos que se coceaban y agredían entre sí, sin hacer el menor caso de los frágiles
se res humanos que llevaban sobre sus grupas ni del suelo resbaladizo, las rocas sueltas y las
profundas gargantas. El camino nos llevó hasta una antigua ruta que cruzaba una selva de árboles
hau. A ambos lados del camino veíamos vestigios de una población que antiguamente debió de ser
más densa. Siempre que nuestra vista podía penetrar la espesa vegetación veíamos ruinas de
murallas de piedra y cimientos de piedra de dos a tres metros de altura y que se prolongaban
durante bastantes metros a lo largo y a lo ancho. Formaban grandes plataformas de piedra sobre
las que, en otras épocas, se habían alzado las casas. Pero las casas y la gente habían desaparecido,
y grandes árboles habían arraigado sobre estas plataformas para izarse altivamente sobre el
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