[ Pobierz całość w formacie PDF ]
No era tan alta como había pensado: tenía cinco pisos, seis a lo sumo. Las ventanas
estrechas estaban situadas de modo irregular, y no daban ninguna idea clara de
configuración interna Las piedras eran grandes y toscamente cortadas, y parecían
encajadas con firmeza, salvo las de las almenas, que se habían desplazado un poco. Casi
delante de él estaba el oscuro rectángulo de una entrada cuyo aspecto no tenía el menor
detalle que permitiera hacerse una idea del interior.
El Ratonero se dijo que no había necesidad de asaltar semejante lugar; no tenía
sentido atacar un lugar en el que no había señal alguna de defensores. No había forma de
llegar a la torre sin ser visto. Un vigía en las almenas habría observado sus movimientos
mucho antes. No le quedaba más remedio que acercarse a pecho descubierto, atento a
un ataque inesperado, y eso es lo que hizo.
Antes de que hubiera cubierto la mitad de la distancia notó que se le tensaban los
tendones. Estaba totalmente seguro de que le observaban de un modo algo más que
hostil. La carrera durante toda la jornada le había exaltado un poco y tenía los sentidos
anormalmente despejados. Contra el interminable e hipnótico fondo de los lamentos, oyó
el ruido de las gotas de lluvia que caían separadas, sin formar aún el chubasco. Percibió
el tamaño y la forma de cada piedra oscura alrededor de la entrada más oscura todavía, y
notó los olores característicos de la piedra, la madera y la tierra, pero ningún olor animal.
Por milésima vez trató de imaginar una posible fuente de aquel sonido. ¿Una docena de
sabuesos en una caverna subterránea? Eso era plausible, pero no lo suficiente. Algo le
eludía, y ahora las paredes oscuras estaban muy cerca y él forzó la vista para escudriñar
la oscuridad.
El remoto sonido chirriante podría no haber sido suficiente como advertencia, pues
estaba casi en trance. Tal vez fue el aumento repentino y muy ligero de la oscuridad sobre
su cabeza lo que sacudió las fibras tensas de sus músculos y le hizo lanzarse con la
rapidez de un felino hacia la torre, instintivamente, sin mirar. Desde luego, no tenía un
instante que perder, pues sintió que algo duro rozaba su cuerpo en huida y le tocaba
levemente los talones. Una ráfaga de viento se abatió sobre él desde atrás, y la sacudida
de un impacto poderoso le hizo tambalearse. Giró en redondo y vio que la entrada estaba
semioscurecida por una gran piedra cuadrada que un momento ates formaba parte de las
almenas.
El Ratonero miró aquella especie de diente enorme en el suelo, sonrió por primera vez
aquel día y soltó una carcajada de alivio.
El silencio era profundo, sorprendente, y el Ratonero pensó que los misteriosos
lamentos habían cesado por completo. Echó un vistazo al interior vacío, circular, y
empezó a subir la escalera espiral de piedra adosada a la pared. Ahora su sonrisa era
decidida, temeraria. En el primer nivel de la torre encontró a Fafhrd y, al cabo de un rato,
al guía. Pero también descubrió un rompecabezas.
Al igual que la estancia inferior, aquella ocupaba toda la circunferencia de la torre. La
luz de las ventanas dispersas, estrechas como rendijas, revelaba vagamente los baúles
alineados contra las paredes, hierbas secas, aves y pequeños mamíferos disecados, así
como reptiles que colgaban del techo, todo lo cual sugería la tienda de un boticario. Había
desperdicios por doquier, pero eran unos desperdicios limpios y parecían tener una
tortuosa disposición lógica. Sobre una mesa había una mezcolanza de botellas y frascos
taponados, almireces y manos de mortero, extraños instrumentos de cuero, cristal y
hueso, y un brasero en el que ardían unos carbones. Había también un plato con huesos
roídos y, a su lado un códice de pergamino con encuadernación de latón, abierto y con
una daga colocada entre las páginas.
Fafhrd yacía boca arriba sobre un lecho de pieles atadas a un bajo armazón de
madera. Estaba pálido y respiraba pesadamente; parecía como si estuviera drogado. No
respondió cuando el Ratonero le agitó suavemente y susurró su nombre, ni tampoco
cuando le sacudió con rudeza y le llamó a gritos. Pero lo que dejó perplejo al Ratonero fue
la multitud de vendas de lino alrededor de los miembros, el pecho y la garganta de Fafhrd,
pues no estaban manchadas y, cuando se las quitó, no vio ninguna herida debajo.
Evidentemente, no eran ataduras.
Y al lado de Fafhrd, tan cerca que su manaza tocaba la empuñadura, estaba la gran
espada de Fafhrd, sin desenvainar.
Fue entonces cuando el Ratonero vio al guía, acurrucado en un rincón oscuro detrás
del diván. Estaba vendado de un modo similar, pero las vendas estaban rígidas, llenas de
manchas herrumbrosas, y no era difícil ver que estaba muerto.
El Ratonero trató nuevamente de despertar a Fafhrd, pero el rostro del hombretón
continuó inmóvil como una máscara de mármol. Tenía la sensación de que Fafhrd no
estaba realmente allí, y experimentó miedo y cólera.
Mientras permanecía allí, nervioso y perplejo, tuvo conciencia de unos pasos lentos
que descendían por la escalera de piedra y que rodeaban poco a poco la torre. Oyó el
sonido de una respiración dificultosa, de boqueadas a intervalos regulares. El Ratonero se
agazapó detrás de las mesas, sus ojos fijos en el agujero negro del techo por el que se
desvanecía la escalera.
El hombre que apareció era viejo; de baja estatura y encorvado, ataviado con una
prendas tan andrajosas, rústicas y de aspecto mohoso como el contenido de la
[ Pobierz całość w formacie PDF ]